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Esplendor

Mar 8, 2019 | 0 Comentarios

Jacques Brel era tan intenso y carismático que lograba que los oyentes se sintieran privilegiados al escucharlo. De hecho, en cierto modo, conseguía que los asistentes a sus conciertos consideraran un verdadero honor encontrarse frente a su melancólica figura y sintieran una deuda de gratitud con él por haberse dignado a compartir su voz con ellos. Ante todo, porque era un artista veraz y auténtico como lo prueba el que decidiera retirarse en el máximo apogeo de su fama y de sus cualidades artísticas. Cuando había llegado a ser un icono de la canción francesa tras muchos años de desmedidos esfuerzos, anonimatos, desplantes, indiferencia y desprecio que -independientemente de su talento- sólo pudo vencer gracias a su obstinación y cabezonería. Decisión que justificó porque vislumbraba con suma lucidez que los aplausos acabarían consumiendo su genio hasta transformarle en esclavo de su público. Un hombre sin la libertad que había tenido hasta entonces para reconstruirse y reencontrarse diariamente en los teatros y estudios de grabación y que, habiendo llegado a su cenit creativo, estaba destinado a devenir en una pantomima de sí mismo. Precipitarse en el abismo de la mediocridad y el confort. El rincón de los músicos domesticados por los mass-media. Un hecho que lo atemorizaba y repugnaba a niveles extremos porque su personaje y héroe novelesco favorito era don Quijote, había convertido su arte una batalla por el ideal y había hecho de sus conciertos guerras contra los estereotipos y el aburrimiento.

Brel era mucho más que un monstruo escénico. Mucho más que un cantante y un actor. Era «otra cosa». Cuando se encontraba frente a su público, ocurrían cosas inexplicables. Movía las manos como si fuera un espectro y el cuerpo como un fantasma. Alguien procedente del más allá del que emergían fuerzas telúricas que lo convertían alternativamente en trovador medieval, personaje shakesperiano, bufón de corte, comediante barroco, etc. Brel no cantaba. Invocaba a los dioses. Hacía de sus apariciones obras de teatro. No gesticulaba. Transfiguraba en símbolos espirituales cada uno de sus movimientos de brazos y pies. Era pájaro santo y demonio a la vez. Parecía poseído y, en realidad, no sobreactuaba. Se comportaba de forma natural. Lo que hacía en el escenario no estaba meditado. Era real, profundamente real y dejaba sin aliento a todos los que lo contemplaban. Tanto es así que creo que la vida de un melómano no está completa si no se ha visto una de sus actuaciones como si no se ha escuchado atentamente una de sus canciones. Pues era imponente. Una fuerza de la naturaleza que, a pesar de su impulsividad, no perdía nunca la compostura. Superponía sin estridencias la pasión sobre el refinamiento y la educación y el más desatado romanticismo con el clasicismo.

Brel era ateo. Era un existencialista moderno pero su educación religiosa lo atenazó hasta convertirlo en un hombre de moral férrea que no se perdonaba sus pecados ni sus diversas escapadas amorosas. Le pesaba la culpa a pesar que de que entendía que debía disfrutar la vida de todas las formas posibles. Lucha que contribuyó a hacerlo un excelente letrista y probablemente se encuentra detrás de muchos de los dramas que interpretaba con tanta convicción en sus conciertos. Siendo el germen de temas tan famosos como «Ne me quittez pas» y uno de los motivos que explican el que ni el Rafael más desatado ni el Serrat más sensual hayan podido aproximarse a reverdecer la magia que su controvertida personalidad desprendía. Ese aire de sacerdote torturado que lo dotaba de misterio y terminó por convertirle en un galán irresistible.

Brel estaba empeñado en componer la canción perfecta. Por lo que cada una de sus composiciones parece una caricia aristocrática. Un canto de cisne. Un resuello de ruiseñor. En realidad, tal vez sólo Sinatra haya dominado mejor que él el arte vocálico. Tal vez sólo Sinatra haya fraseado mejor. Tal vez sólo Sinatra haya entonado con más fuerza, determinación y clase. Aunque no estoy seguro del todo y dudo que este dato pudiera tener alguna trascendencia. Al fin y al cabo, Sinatra hacía música para trabajadores de Wall Street. Jóvenes triunfadores de la América capitalista. Y por contra, Brel lo hacía para estudiantes y enamorados. Soñadores. Combinando el otoño con la literatura. La poesía con la tristeza y la primavera. Y no hacía exactamente pop sino cabaret, copla, ópera, balada medieval. Arte. Arte puro. Arte tan universal que justifica su decisión de no cantar en belga y hacerlo en francés. La lengua del amor. De los trovadores. De hecho, consiguió que sus oyentes se sintieran en un palacio al escucharlo, convirtió la música en un eterno y elegante lienzo y cualquier momento dedicado a saborearla en un placer angelical comparable al primer beso. Shalam

الْجَمَلُ فِي نِيَّةٍ وَالْجَمَّالُ فِي نِيَّةٍ

El camello piensa algo, y el camellero algo distinto

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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