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La camisa partía

Sep 18, 2018 | 0 Comentarios

Enrique Morente fue un artista sin reservas. De esos que lo dejan todo en el escenario desde el minuto uno, muestran aquello que son sin ambages y rompen límites y fronteras no tanto por su intelecto como por su actitud vital. Su curiosidad y su franqueza.

A Morente no le cabía el corazón dentro de la camisa o el traje. Era un personaje excesivo y franco. Las canciones igual que los estilos le venían pequeñas. El cantaor granadino siempre se imponía a las composiciones que interpretaba. Siempre las rebasaba. Las destrozaba e incluso las desfiguraba para darles realce. Porque era un huracán artístico. Un hombre que tenía inscrito en su ADN siglos de música. La memoria de cientos de canciones y poemas rodando por sus venas y el arte de decenas de músicos trashumantes pegado a su piel desde su infancia. De hecho, puedo perfectamente imaginarlo bailando y cantando de niño en los bares del Albaicín pidiendo unas monedas a los visitantes y escuchando con reverencia y arrobo a los grandes intérpretes que el destino le fuera poniendo delante.

Enrique Morente siempre fue sobrado. En los primeros discos que grabó, su voz planeaba por entre las guitarras con una soltura sin igual. Antes que respetar al flamenco, lo amaba y por eso lo convirtió en su campo de juegos. Un territorio salvaje ideal para experimentar con la tradición.

Morente nunca parecía intimidado ante los retos. Siempre parecía estar disfrutando. Cantaba desde las entrañas y como si tuviera dos copas de whisky de más. Morente era la inspiración. No puedo concebir alguien más distinto a un funcionario. Estoy seguro de que se tomaba tan en serio su arte que si llegaba tarde a un ensayo o a una función no era por descuido sino porque odiaba las rutinas. Para dejar salir a la bestia. Al pájaro de la intuición. Pues para él, cualquier momento debía ser mágico. No existía música sin duende, músico sin improvisación y concierto sin fiesta. Y tenía miedo de no poder dejarse llevar. Destripar el arte con esa voz suya tensa y humana tan parecida a los albaricoques y los melocotones. A los campos verdes de la Andalucia eterna. Una voz parecida a un tornado capaz de hacer que de los cielos cayera agua y en la tierra las semillas crecieran felices. Porque ante todo, era humana. Una voz que transmitía sinceridad y autenticidad muy por encima de cualquiera de sus cualidades técnicas. Y brotaba desde su vientre como una herida feroz imponiéndose al resto de instrumentos como si fuera una invocación espiritual. Un testimonio sagrado del paso del tiempo.

He de reconocer que siempre me fascinó el rostro de Morente. Básicamente, porque creo que es uno de los rostros más auténticos que he visto jamás. Era el rostro de la piedra y del árbol. El de la caldera, la cocina y el atrevimiento. Llevaba inscrito en sus pliegues, arrugas y pequeñas cicatrices la compostura de montañas y de ríos y los sufrimientos y alegrías de cientos de familias de humildes trabajadores. Era, sí, el rostro de un patriarca pícaro. Alguien que había logrado convertir su vida en un templo consagrado a sus pasiones y para el que las fronteras no se encontraban en la tierra sino en los cielos y el cariño de su mujer e hijos.

Morente era un portento. Alguien parecido a un potro salvaje, absolutamente incontenible, que hacía lo que le daba la gana con la música. No es exagerado, de hecho, decir que tenía el cante en un puño o que Julio Cortázar le hubiera dedicado un cuento de haberlo conocido. Pues era la viva imagen de un cronopio. La risa divina hecha carne. Un parto creativo sostenido por dos piernas y un cuerpo cuyos brazos y pulmones tenían aspecto de instrumento. Eran arterias musicales. Ritos de pasaje hacia los linderos del cante flamenco, el jazz y el rock. Mudras cubistas del arte jondo y universal.

Sé que Omega marcó un antes y después en su carrera. Pues en ese disco logró llevar dos pasos más allá las aventuras artísticas realizadas anteriormente por Triana, Camarón, Pata Negra o Kiko Veneno y componer un espejo lo suficientemente profundo y distorsionado como para reflejar fidedignamente las astillas rotas del alma de Lorca. Un logro sin el que no hubiera recibido la admiración de músicos de todos los pelajes que lo buscaron al final de su vida como si fuera un profeta. Un pope vanguardista. Pero, en realidad, creo que Morente era tan grande que su genio nació maduro y que tampoco hay tantas distancias entre su última etapa y la primera.

De hecho, cuando se plegaba a los canones, daba un realce descomunal a los clásicos que interpretaba. Los llevaba a una dimensión sobrenatural. Nunca fue un intérprete ni un aprendiz sino que, en cierto sentido, siempre fue un maestro. Y lo único que ocurrió durante sus últimos días, fue que -consciente de que el tiempo se le acababa- se permitió hacer todo aquello que le apetecía sin tener en cuenta más que su pálpito artístico. Algo que le hizo poner más de un pie en el trono de la inmortalidad puesto que cuando le daba por cambiar el rumbo de la música (como quien decide tomarse un café), el planeta entero contenía la respiración. Ya que, repito, Morente era una bestia. Su vaso de inspiración estaba siempre totalmente lleno. Rebosante de agua que chorreaba todo aquello que emprendía. Tanto que, a pesar de que hace ya casi una década que se fue, no ha dejado un vacío en el mundo cultural porque parece aún encontrarse vivo. Y cuando se menciona su nombre, más que lamentos y quejas, lo que se escuchan son palabras de admiración y agradecimiento. Portentosos adjetivos referidos a uno de esos escasos hombres que no ha muerto tras abandonar este mundo. Continúa insistiendo desde el más allá en invitarnos a las bodas entre la vida y la muerte con su camisa partía y su voz de fuego atronando el cementerio. Shalam

إِنَّهُ لأَشْبَهُ بِهِ مِنَ التَّمْرَةِ بِالتَّمْرَةِ

Un hombre no trata de verse en el agua que corre sino en el agua tranquila

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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