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Ocultos juglares

Nov 15, 2015 | 0 Comentarios

Es realmente sensual escribir Bruja escuchando noche tras noche a Dokken. Sobre todo, dos discos –Under lock and key y Back for the attack- que considero sus obras maestras. Rodajas de vinilo parecidas a vestidos y cabellos de negras magas, arrugas de faldas de terciopelo, ropa interior de encaje y remolinos de pelos. Excursiones por mundos ocultos que me permiten sincronizarme con las descripciones que realizo de una bruja que es, en cierto modo, todas las brujas.

Entiendo, sí, que las composiciones de Dokken no versan sobre la hechicería. Sin embargo, obviando sus letras e incluso las intenciones de los músicos, al escucharlas siempre diviso ondas negras, hechizos y conjuros. Tramas violentas y sinuosas posesiones. Un acompañamiento sonoro ideal para describir los recorridos del demonio y sus aliadas, las brujas, por este mundo.

En realidad, tampoco debería ser tan extraño lo que comento. Las canciones de Dokken no eran ni trallazos ni golpes directos a la mandíbula. Más bien, eran telarañas. Se abrían y deshacían en los oídos como el polvo. Creaban atmósferas que remitían a otros tiempos y misterios. Y engrandecían su sentido si las situábamos en distinta época y contexto del que surgían. Tal vez en el mundo medieval o el de los sueños.

De hecho, Don Dokken tenía un cierto aire de trovador. Parecía un noble juglar que aspiraba a conquistar el universo con armonías vocales que, precisamente, por tener amplias resonancias angelicales, al entrar en contacto con las rabiosas y densas guitarras eléctricas, transmitían inquietud y desasosiego. Su voz nos conducía a través de senderos diabólicos donde, bajo los árboles, se encontraban lánguidos muchachos de melancólica mirada que, inesperadamente, se transformaban en demonios. Nos hacía aterrizar en dormitorios de adolescentes en los que se escondían cofres ocultos de los que podían surgir en cualquier momento, pequeños reptiles moviendo su cola insinuantemente o escucharse voces hablando en idiomas extraños y antiguos.

Muchos de los mejores temas de Dokken -esos que la mayoría del público rockero decía no entender o con los que al menos no empatizaba demasiado- eran pasadizos. Abstracciones mentales hechas realidad a través de instrumentos que funcionaban como lianas. Flecos y más flecos que, juntos, formaban una sinfonía sonora en la que la imaginación podía volar libremente.

Aquellas canciones invocaban el horror o al menos lo insinuaban con tal delicadeza y sutileza que, al poco tiempo de escucharlas, nos resultaba totalmente normal encontrarnos frente a frente con el rostro inmundo de una adolescente poseída, las alas de un murciélago herido o los ojos caídos de un demonio rojo. Siendo lógico, por tanto, que en Hollywood pensaran inmediatamente en ellos para componer la banda sonora de una de las secuelas de Pesadilla en Elm Street. Que una de sus insinuantes composiciones ilustrara las imágenes de una de las más épicas, famosas sagas de terror contemporáneas.

Ya sea debido a uno de esos conjuros habituales del destino o a que los dioses escriben con renglones torcidos, Dokken es un icono heavy. Algo con lo que, por supuesto, estoy de acuerdo. Aunque, en realidad, a mí me parece mucho más sugestivo imaginar y escuchar su música en ambientes muy diferentes y distantes. Por ejemplo, contemplando una exposición de lienzos dedicados a la brujería a lo largo del tiempo o atravesando los corredores, empalizadas y habitaciones de un castillo medieval. Pues, en esencia, los discos de Dokken me parecen que sirven tanto como banda sonora de las leyendas de espada y brujería como para adentrarse en las zonas ocultas del presente. Observar nuestra realidad vuelta del revés en el espejo, como si en vez de ser escrita por dios, fuera urdida por diablos o por las alargadas uñas de una hechicera que, mientras cose y urde nuestro destino en una rueca, mastica lentamente el cerebro de un canario. Shalam

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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