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Ciudad Juarez: un feminicidio suicida

Abr 24, 2013 | 0 Comentarios

Hace unos años, publiqué un amplio texto sobre Ciudad Juárez y sus famosos feminicidios en la revista El coloquio de los perros que, tras haberlo corregido en su mayor parte, dejo a continuación.

Ciudad Juarez: un feminicidio suicida

Puede parecer ridículo o muy poco ilustrativo lo que afirmo, pero me parece que es imposible entender a Ciudad Juárez así como la raíz de la que surgen los famosos crímenes de mujeres acaecidos allí, si no se entiende que es justo en esta urbe donde el alma mexicana siente con más intensidad, rencor, temor, nostalgia y tristeza, la partición de la mitad de su cuerpo terrestre, que le fue infringida por los Estados Unidos a mediados del siglo XIX.

Sí. Lo sé. Mucho ha llovido desde entonces. Pero existen sentimientos que ilustran el inconsciente profundo de los pueblos y no perecen jamás. Trafalgar o Cuba aún se lloran en algunos solares de España, la guerra de Vietnam todavía hiela el aliento de muchos norteamericanos, Alemania no podrá olvidar el siglo XX jamás y si nos remontamos más atrás en el tiempo, basta citar los nombres de Granada o Constantinopla para vislumbrar heridas que por más que se intenten olvidar, modificar o relativizar, forman parte del inconsciente profundo de los pueblos.

Pues bien, la batalla de El Álamo y la declaración de la Independencia de Texas es una de ellas. Al fin y al cabo, fue allí donde se comenzó a ratificar el matricidio mexicano. Puesto que fue tras una escaramuza entre soldados mexicanos y estadounidenses en abril de 1846, que el Congreso de los Estados Unidos declaró una guerra a México que finalizaría con el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848; por el que los norteamericanos se apropiarían de los estados de Arizona, California, Nevada, UTA, Nuevo México y partes de Colorado y Wyoming. Un hecho lo suficientemente trágico para comenzar a comprender ciertas claves históricas que contribuyeron a construir la leyenda»maldita» de Ciudad Juárez, mucho años antes de que comenzaran a producirse los famosos asesinatos de mujeres.

En fin, estas y otras reflexiones parecidas surcaban mi mente cuando desembarqué por primera vez en Ciudad Juárez y sus ya míticas maquiladoras, me saludaban como cuervos deslucidos. No obstante, había escuchado hablar tanto de la ciudad, que me parecía que formaba parte más de la leyenda que de la realidad. Y cuando comencé a pasear por sus calles, no pude evitar una sensación de sorpresa. De hecho, lo primero que me llamó la atención de ella fue simplemente, el mero hecho de su existencia; que  no fuera ni una fábula ni un mito. ¿Cómo es posible que esta villa por la que me paseo sea real?, me dije, mientras me desperezaba, e inundaban mi mente un sin fin de metáforas y palabras procedentes de la novela de Roberto Bolaño, 2666. Libro que sería mi primera guía durante mis primeras horas allí, hasta el punto de que cuando comencé a pasear por el núcleo urbano, mi atención no estaba fijada tanto en aquello que veía sino en reconstruir las andanzas descritas por el escritor chileno en su monumental texto. Bolaño era, por tanto, el principal ingrediente de un plato que no me permitía vislumbrar los verdaderos contornos de una urbe que se me antojaba fantasmagórica e inexistente, y me recordaba a tantas otras poblaciones mexicanas hasta el punto de que no era capaz de señalar un detalle que la distinguiera de las demás. ¿Era en verdad una ciudad maldita el lugar que recorría? Casas con una estructura a medio hacer y paredes necesitadas de una mano de pintura eran habituales en un muchas villas mexicanas, al igual que las curvas, baches y mordeduras del asfalto, los mercados, iglesias y bullicios de gentes apretadas. ¿Qué había de extraño entonces en ese espacio?

Tardé tiempo en responder esta pregunta. Antes tuve que cruzar la frontera y dirigirme a su opuesto: El Paso. He de reconocer que la ciudad norteamericana no es especialmente bella. Sin embargo, tal vez por ser la primera vez que pisaba el país de Faulkner, me sedujeron sus avenidas, edificios y autobuses. De hecho, por momentos, sentía que me encontraba en medio de una alucinación, puesto que me hallaba yo en “otro” mundo muy diferente a aquel del que procedía, cuyo aspecto había mutado radicalmente en unos pocos metros. Ahora por ejemplo -si así lo deseaba- podía visitar un monumental, lujoso casino o un hotel digno de aparecer en un film de David Lynch, con sólo proponérmelo. Y sentía en cada poro de mi cuerpo que me encontraba en medio del sueño americano. Esa máquina de progreso que me sedujo al instante, conforme contemplaba a diversas razas dispuestas a olvidar su pasado, conviviendo juntas, construyendo el futuro. Esos descomunales edificios y Universidades que contrastaban con el aspecto de las malolientes calles de Ciudad Juárez.

No tardó mucho, no obstante, en fatigarme El Paso. Pronto, de hecho, me pareció una ciudad muerta. Mucho más que Juárez, de no ser precisamente por las decenas de mexicanos que dotaban de color, calor y vida sus calles. Los había en tal cantidad que finalmente, El Paso parecía más una localidad mexicana que norteamericana, y que había sido reconquistada por sus antiguos pobladores. Algo que me proporcionaba mucha alegría, como le dije a una anciana en un autobús, dado que ciertamente, las mujeres norteamericanas me atraían. Tanto como el diseño de sus bares, el tamaño de sus bibliotecas y el aspecto de los locales de conciertos, pero lo cierto es que, al cabo de unos días, sentía uno que la vida, la auténtica vida de aquel lugar, sólo era factible encontrarla entre los mexicanos. Pues eran ellos quienes le ponían picante y mordiente a la estancia allí. Quienes no me pedían identificación para acceder a sus locales, me invitaban a cervezas o me sugerían los mejores lugares donde ir a divertirme. Bastaba con dialogar unos instantes con ellos para sentir la esencia de la vida. Y, sobre todo, comprender mejor Ciudad Juárez. Pues sin El Paso, resulta mucho más difícil entender los hechos acaecidos en esa solitaria urbe.

Pienso de hecho, que cuando el mexicano común contempla la frontera, ha de sentirse por lo general, avergonzado. Ese territorio era suyo. Siempre le perteneció. Y sin embargo, resulta que la madre tierra se encuentra ahora en manos de unos “otros” hostiles y orgullosos. Vivir en Juárez como hacerlo en Tijuana, debe significar para él, por tanto, hacerlo separado de una de las partes de su cuerpo. Vilipendiado y violado en su honor y dignidad humanas. Las ciudades fronterizas mexicanas no deberían existir porque son el reflejo exacto de una herida imborrable, de una vergüenza indecible. El testimonio absoluto de una derrota y la constatación de todas las limitaciones de un país. Y en cierto sentido, Ciudad Juárez es una urbe que debería ser borrada (simbólicamente) de la memoria para permitirle olvidar al pueblo mexicano tanto su amputación corporal como su incapacidad para defender todo aquello que por derecho propio le pertenecía.

Teniendo en cuenta todo este tipo de reflexiones, creo que comienza a comprenderse mejor la dinámica de los crímenes. Ciudad Juárez es una de las poblaciones que con más crueldad, refleja una derrota vergonzosa. Una separación corporal dolorosamente insoportable. Por lo que su aire fantasmagórico, no debería extrañar a nadie. Aunque, por otra parte, es justo reconocer que la urbe también puede ser vista como un bastión heroico. Como el epicentro de la resistencia al enemigo norteamericano, que se llevó la mitad del cuerpo de la mujer (la madre tierra mexicana) y, desde ese punto de vista, podría llegar a ser digna de admiración y respeto. Razón por la que creo que la urbe no se derrumba y tras recorrer las cafeterías de El Paso, algo en mi sangre, me pedía retornar a ella, con el deseo de volver a sentir una vida “más verdadera” que aquella que me rodeaba. Llena de lujosos automóviles y anuncios que se recreaban gustosos en cualquier frivolidad, con tal de hacer olvidar la pesadilla, la muerte, los sesos, la bilis instalada a escasos kilómetros, en el límite de la tragedia.

Tras regresar a Juárez, no tardé en encontrarme de nuevo, con un gran número de colores desgarradores y olores nauseabundos en torno a un paisaje movedizo donde ningún objeto es perenne y las estatuas y cafeterías mudan y cambian de sitio con la facilidad con la que lo hacen las personas. Pues ésta es otra de las características de la ciudad: su mutabilidad, su imprecisión, la sensación que ofrece de que nada es duradero y cualquier negocio, sentimiento o pasión puede revertir en su contrario o desaparecer de una manera u otra en cualquier instante. Algo bastante interesante observándolo desde el punto de vista adecuado. Porque lo que enseña este lugar, a pequeña escala, es lo que nos muestra la vida a lo largo de todo su recorrido: que, al fin y al cabo, únicamente nos tenemos a nosotros mismos y que la supervivencia ha de ser el primero de nuestros objetivos.

De hecho, a esto ayuda todo en Juárez. Desde los  policías que han derivado en narcotraficantes o los narcotraficantes que se han convertido a policías por unas horas, las violaciones a cualquier regla elemental de convivencia cometidas por muchos de sus alcaldes, la mirada salvajes de las prostitutas o el tráfico continuo de automóviles y gentes.

Ciudad Juárez se encuentra llena de contrastes. A día de hoy, es un epicentro de muerte pero, a su vez, una gran metáfora de lo que la vida puede llegar a ser: una aventura constante y continua en que nunca sabemos lo que sucederá, si el bar al que solemos acudir estará abierto la siguiente semana o si las personas con las que dialogamos hace unos minutos, no serán más que un débil recuerdo en tan sólo unos meses. Un cuerpo enterrado en el fango.

Por lo que no resulta extraño que la vida posea allí una pasión que, en ocasiones, se echa de menos en otras localidades mexicanas. Pues en Juárez se respira y se vive cada segundo como el último. Con miedo y orgullo al mismo tiempo, porque no es únicamente un lugar de suplicio y lamentos por el perdido territorio mexicano sino también la ciudad desde la que se sueña la Reconquista de los Estados Unidos aunque sea por medio de la emigración. Y esto la hace única, intransferible, diferente. Urbe maldita, condenada, perdida e infernal pero también ciudad de esperanza, de resistencia, vital y celeste por el mero hecho de seguir persistiendo en sobrevivir.

En cualquier caso, lo cierto es que en Juárez se puede frivolizar y conceder suma importancia a las situaciones y circunstancias más ásperas. Me recuerdo por ejemplo riendo junto a dos de sus habitantes porque un coche se hallaba en la puerta de la casa de uno de ellos durante más de tres días. Si en otra ciudad cualquiera, -una vez que nos hubiéramos asegurado de que el automóvil no perjudicaba ni la entrada ni la salida de nuestro hogar- no se le hubiera concedido importancia alguna a este hecho, en Juárez ponía en guardia a mis interlocutores sobre un posible peligro. A mí jamás se me hubiera ocurrido pero para un oriundo de la ciudad, lo habitual era mirar a través de las ventanas del coche una y otra vez, debajo de las ruedas, olfatearlo y persistir en analizarlo no fuera a ser que ocultara un cadáver en su interior.

La rigurosidad y naturalidad con la que se examinaba el coche, las bromas sobre el presunto muerto escondido, las risas y las dudas sobre si el vehículo estaría cargado de explosivos o no,  me parecieron una metáfora ideal de la ciudad. Se correspondían con una situación vital que reflejaba perfectamente tanto la miseria como el atractivo íntimo de vivir allí. Pues esto es lo que ofrecen poblaciones como Juárez: una corrosión de los habituales parámetros a través de los que valoramos la vida de tal grado, que podemos llegar a pensar que el peligro, la muerte o el robo son lo más normal y frecuente. Siendo lógico que para aquel que esté acostumbrado a vivir allí, sea tan fácil como difícil abandonar una localidad que fuerza una y otra vez al ser humano a dar lo mejor de sí mismo para soportar una existencia que únicamente se puede sostener gracias al sentido del humor.

En suma, si algo me enseñó mi paso por Juárez es a desterrar mis teorías mítico-simbólicas. La ciudad y su dinámica vital terminó por hacérmelas olvidar. Apenas recordé alguna escena de 2666 en el resto de horas que pasé allí y, finalmente, la urbe me inundó en sus brumas de niebla, alcohol y miseria la noche en que me despedí de ella. Pues si bien, Juárez no es una ciudad amable, tampoco niega a quien lo desee, a que beba de sus entrañas.

De todas maneras, -y a fuerza de que había sido invitado a impartir una clase en la Universidad de El Paso- no pude evitar horas antes de mi partida, volver a repensar mis teorías. Aunque suene un tanto trasnochado mi razonamiento, sigo creyendo como Octavio Paz, que tanto el malinchismo como el machismo son dos fuerzas profundamente arraigadas en la sociedad mexicana. A estas dos características, hay que unirle el hecho de que México, como ironizaba Borges, es un país que siempre ha sido derrotado en todas lass guerras. Y esto debe provocar vergüenza en la conciencia orgullosa de muchos de sus habitantes. En sus «machos» varones. Siendo desde este punto de vista, comprensible que si para muchos de ellos la existencia no es más que un oprobio, pues han sido conquistados en varias ocasiones sin ofrecer gran resistencia, hagan responsable de tal tragedia a la misma vida que los engendró. Y puesto que es la mujer quien genera la vida,  lo lógico, siguiendo este razonamiento, es que sea ella la culpabilizada. Que sea la mujer, por tanto, la que deba pagar por el mero hecho de que los mexicanos se encuentren sometidos por la dinámica de la derrota. Y si a lo dicho anteriormente, unimos la impotencia sentida frente al territorio norteamericano y la crisis económica y social que perennemente golpea al lugar, la cual resalta aún más frente a la del todopoderoso rival vecino, ahondando en el resentimiento y la violencia, o el que sea en Ciudad Juárez, por ser ciudad fronteriza y los hechos históricos consabidos, donde el cuerpo de la madre tierra mexicana descuartizada se muestre con suma claridad, convendremos que la revancha contra las dadoras de vida es más que factible. Y que casi resulta lógico que haya sido el cuerpo de la mujer el chivo expiatorio que haya pagado toda la culpa e impotencia inscritas en la ciudad. Pues nada es más susceptible de ser golpeado, aniquilado y vilipendiado que la matriz de la que surge la vida: el cuerpo de la mujer mexicana. Un cuerpo humillado, violado y sometido a todo tipo de ferocidades y desenfrenos que, en última instancia, se hace desaparecer bajo la complicidad, se supone, de gran parte de los poderes establecidos. Quienes pueden así llevar a cabo una venganza contra sí mismos sin necesidad de cometer un suicidio real.

Siendo por todos estos motivos que acabo de apuntar por los que, bajo mi punto de vista, no me parece nada casual que el cuerpo de las mujeres asesinadas no aparezca como tampoco haya aparecido culpable alguno o sea tan difícil apuntar a un lugar sólido del tejido socio-político de la ciudad (más allá de los esfuerzos de investigadores como Diana Washington que apuntan a relacionar a los culpables de estos asesinatos con jóvenes pertenecientes a prominentes familias de Juárez que tienen nexos con los cárteles de droga y compran protección policíaca), pues, en realidad, y si se entiende la cuestión desde el trasfondo desde la cual la intento plantear, tanto el culpable como la víctima no tienen la menor importancia en este caso. En realidad, en Ciudad Juárez desaparece lo que no habría debido de existir jamás. Desaparece el excedente mujer-cuerpo a la que se le niega toda afectividad, psicología o alma alguna y se la culpabiliza, sin nombrarla de todos los males de la sociedad. Desaparece un pequeño pero suficiente grupo de cuerpos que no afectan a la continuidad de la especie pero que son los suficientes como para que la sociedad sienta el castigo que pesa sobre las mujeres, dadoras de vida y, por tanto, responsables de la onerosa situación actual. Y del mismo modo, se lleva cuidado para que el cuerpo mutilado sea de baja extracción social, como ha estudiado con rigurosidad Sergio Rodríguez en su ya clásico Huesos en el desierto pues, de esta manera, no podrá defenderse del ataque producido. Y sus familiares no podrán promover investigaciones.

Exactamente, en mi opinión, hacer desaparecer el cuerpo de las mujeres es un intento desesperado por intentar cambiar la historia de México. Desaparece lo que nunca ha debido de existir, lo que no debía haber sucedido jamás, por lo que es natural que Sergio Rodríguez indique que “el móvil particular” de los crímenes sea «un no-móvil”. Desaparece el cuerpo de una mujer perdida en medio de los gritos no escuchados de la población como metáfora del cuerpo fracturado del pueblo mexicano clamando en voz silenciosa por los territorios y fragmentos que le fueron amputados y robados hace más de un siglo. Desaparecen las astillas rotas que se encuentran sumergidas entre los clandestinos basureros y maquiladoras de una ciudad que desearía estar escondida dentro del océano del olvido. Una urbe a la que, paradójicamente, se la ubica en primer plano de la actualidad, para que, se quiera o no, -en una especie de ejercicicio de exhibicionismo complaciente- todos los ciudadanos del mundo vuelquen aunque sólo sea un instante su mirada en ella y la mimen al contemplar a una especie de niño desarrapado y olvidado por sus padres que les reclama aquel afecto que no supieron o no pudieron darle.

Un afecto que, sin duda, merece y que tiene de mi parte. En Juárez como en Palestina o Sarajevo se encuentran latentes muchos de los problemas que no ha podido resolver nuestra época y en la medida en que sepamos comprender la dinámica que rige estas ciudades, estaremos capacitados para ir formulando medidas de resistencia eficaz a las diversas tiranías que, antes o después, intentarán atentar contra la libertad del ser humano.  Al fin y al cabo, la salida al laberinto de la soledad no creo que se encuentre asesinando al minotauro sino, más bien, atreviéndose a mirarlo en el mismo seno de su composición y aprendiendo a comprender que, en definitiva, no es demasiado distinto de nosotros.

La pregunta que guarda consigo esta metrópolis y deberíamos todos a animarnos a responder de una y otra manera podría ser la siguiente: ¿en qué medida no sois todos partícipes de mi leyenda maldita, sois cómplices de mi situación, teniendo en cuenta el uso que hacéis de vuestra libertad cuando disponéis de algún tipo de poder?, ¿hasta dónde habríais podido llegar si las circunstancias de vuestras vidas os hubieran hecho confrontaros al poder corrupto y el narcotráfico hubiera sido vuestra única vía de supervivencia?

El comportamiento de muchos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial o, mismamente, de miles de españoles durante siglos en los territorios americanos, pueden servir como ejemplo y acicate para responder a esta pregunta y comenzar a despojar de malditismo a una ciudad como Juárez que, en mi opinión, más que culpables, está pidiendo a gritos desde hace siglos una mirada comprensiva, totalizadora y humana a su frágil y heroica situación. Pues ella, sin dudas, -y esta es mi experiencia- desde luego, es una ciudad abierta a todos. Shalam.

ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك

 El suspiro de una joven se oye desde más lejos que el rugido de un león

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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